lunes, 9 de abril de 2012

ELOGIO DE LA BICICLETA 2ª entrega

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Sería por proceder, haberme criado en un barrio que se tenía por ALTO, y que efectivamente lo era, lo que por otro lado quiere decir que tenía muchas cuestas, ese gran enemigo ciclista; tan es así, que en cierta ocasión me vi descendiendo por una de ellas a una velocidad que aumentaba directamente proporcional con la longitud de la misma, sin oír los gritos y carreras de mi hermano tras de mí. Bastante tenía yo con mantener el equilibrio, que entonces era a lo único que prestaba atención, lo que me despisto, por un lado de no apretar el freno y por otro de no dejarme caer escorado, lo que hubiera evitado el aumento progresivo de la velocidad y por lo tanto la fuerza del impacto que veía inminente al acercarse el muro, la pared, de ese bar de la esquina (El Paleto de Ávila) con el que medí la dureza de mi cuerpo y que no fue mucha a tenor de los dolores, los llantos, los chichones sangrantes con los que fui llevado ante mi Santa Madre y que una vez más me recibió en su seno y calmó mis pesares. Fueron los albores de un aprendizaje que entraba con sangre dado que, ¡chico…! que complicado era aquello de guardar el equilibro en la bicicleta, si además hay que estar pendiente del freno, dar pedales, cambiar de dirección…

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Aún recuerdo el día en el que nuestro querido J.A. llegó a nuestra casa del pueblo y asomo el pescuezo a la nave donde guardamos las bicicletas, ante la contemplación de las mismas, exclamó: -¡pero que tenéis aquí!, ¿un taller clandestino de bicicletas?- Lo cierto es que en esa nave se acumulaban ocho o nueve de ellas, aunque no todas eran nuestras, “lomenos” cuatro pertenecían a los vecinos y sus hijos, pero es cierto que sorprendían tanta cantidad juntas en un cuarto tan pequeño y su reacción, como tantas que el tiene, fue muy graciosa, de la que me acuerdo a menudo.

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Había en mi padre algo de ciclista que yo nunca conocí, o al menos no lo pude ver contemporáneo a mi infancia, pero él venía de un pasado en el que la bicicleta había tenido importancia en su vida como en la de tantos hombres de su generación en edad de circular, allá por los años 50 y más; yendo él a parar en su servicio militar en el Regimiento Cantabria 39 ubicado en Toledo y convertido en ciclista por el cuarenta y tantos, donde entonces tendría tanto que capear en esa infantería ciclista. Contaba mucho la anécdota de cierto día en el que tras mucho pedalear pararon a descansar en una sombra, incluso echaron una cabezada de sueño. Por último tras el relax al haberse quedado fríos, intentaron volver a tomar las bicicletas, esto les resulto casi imposible al habérselos agarrotados los músculos, cosa que sucede normalmente si antes no se ejecutan unos simples ejercicios de estiramientos y que por aquel entonces puede que se desconocieran de la práctica deportiva.

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Animado por P., mi hermano pequeño, realicé la mejor inversión económica que he podido hacer en mi vida: adquirir una nueva bicicleta. Fue en una gran superficie comercial, me costó treinta mil pesetas. Una Conor gris que incluía en el bajo de la botella de agua, a modo de camuflaje, un conjunto de herramientas ciclistas. No se puede decir que fuera de las primeras mountain bike que se empezaron a ver por aquí, pero sí de las segundas, por lo que se puede interpretar que no fui pionero, aunque sí seguidor inmediato. No sé cuantos kilómetros pude realizar con ella durante los aproximadamente veinte años que me duró hasta que me la robaron de el garaje en la que la guardaba, pero estoy en condiciones de decir que seguramente han sido los más deliciosos, dado que fue con esta máquina con la que pasee a mis hijos en su más tierna infancia, montados en el artilugio que fabricamos para poder transportarlos con seguridad y, ahora que caigo, no he vuelto a ver por ningún lado. Se trataba, en su primitivo y primer proyecto, de un soporte sujeto a la barras del cuadro, coronado por una especie de caja, acolchada en la base de sentarse y formada por barrotes de madera que era donde se introducían los niños. Este, al estar delante de mí y casi abrazado al mismo mientras se agarra el manillar, aportaba una seguridad y confianza extra que me hacía pasearme con los niños, por cualquier sitio lleno de orgullo y satisfacción, a pesar de verme obligado al pedalear a abrir un tanto las piernas. Tan a gusto debían de sentirse ellos montados en aquello que había veces que en algún largo paseo, hasta llegaban a dormirse –eran pequeños- de tal manera que debía de irlos sujetando al dar sus cabezadas somnolientas. A medida que iban creciendo estos ocupaban otro espacio en la bicicleta, que era el trasportín trasero y no fueron pocas las veces en los que con ambos, -uno, el pequeño, delante y el otro mayor, atrás-, recorrimos juntos deliciosos trayectos ante la admiración y sorpresa de quienes nos cruzábamos.
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Muchas veces he recorrido el trecho que nos separa de la peña de Cenicientos con el pueblo, aproximadamente cinco kilómetros y medio, eso sí, todos de ascensión, con algunos tramos de terrible cuesta empinada, entre el  17% y el 20 %, que para quien no lo sepa, quiere decir, que en cien metros lineales, se ha subido diecisiete o veinte verticales y que hasta los puertos más duros de cualquier prueba ciclista, ninguno pasa del 18% ó el 20 %,, aunque claro, llevando a sus espaldas unos cuantos kilómetros más.
Bueno el caso es que, -pongamos-, decenas de veces que la he subido, he disfrutado como un “enano” y que me ha pasado de todo –imagínate tú-, he pinchado, me he caído, me he cruzado con jabalís, con un ciervo, serpientes, con un amigo que hacía mucho que no veía –sorpresa-, me ha llovido, tronado, nevado, asfixiado de calor, anochecido, he contemplado un mar de nubes, cruzado con una montería, he visto florecer las hojas y verlas caer, derrapado, grabado en vídeo, en audio, fotografiado, bañado, embarrado, he oído en el mp3 cientos de canciones, otras veces, miles de sonidos camperos, me he sentido absorbido por la acústica, he tardado mucho y poco, siempre me he negado a poner el pie en tierra por despacio que fuera, pero muchas he tenido que hacerlo, me he cruzado con gentes y ciclistas que subían o bajaban, con montañeros, excursionistas, con moteros, con quad-eros, a caballo, en camión, en todos terrenos, andando y corriendo, con mis entrañables paseantes de siempre, conozco cada curva, recodo y distancias con asombrosa precisión, donde hay agua, crecen setas, orégano, los caminos adyacentes, en fin, está claro.


1 comentario:

Juan Antonio H. dijo...

Te estaba viendo bajando la cuesta que acaba en la esquina del Paleto, sin control sobre la maquina y me estaba partiendo de risa…ya sabes las hostias de los demás nos da por reír, aunque el que las sufre no le haga ni pajolera gracias.
Yo las que me di con la bici no las recuerdo, sin embargo la que me di con una moto, me dejo un recuerdo imborrable, tanto es así que no volví a coger una.

El recuerdo de la experiencia de tu padre, me ha traído a la memoria, la experiencia del mió con la bici y no es nada agradable, algún día te lo contare-

Felices pedaleos